Ya mis ruegos oyeron
Lidia, los cielos, y mis votos justos
alegre fin tuvieron;
pues truecas en disgustos
tus verdes años y tus verdes gustos.
En fin envejeciste,
en fin llegó el estío de tus años;
la fama que tuviste
en propios y extraños
creció nuestras venganzas y tus daños.
Amanecía en tu cara
un sol, que el mundo en vivo fuego ardía;
corrió la edad avara,
pasó ligero el día;
y vino en su lugar la noche fría.
Cerrose el lirio ufano

con la tiniebla del oscuro cielo,
y el almendro temprano
marchito con el hielo
sembró de flores el desierto suelo.
Esfuérzaste lozana
a parecer muchacha a lo que miras;
más ya tu frente cana
nos dice que suspiras
cuando al espejo miras, y te admiras.
Ha hecho diferentes
la edad, que solo el alma inmortaliza,
tu bella boca y dientes,
y el ver atemoriza
carbón las perlas y el coral ceniza.
¿A donde huyó la nieve
que derretía el fuego de tus ojos?
Más ¡hay! que el tiempo breve,
sellando tus despojos
rasó la nieve de tus cabellos rojos.
La grana en Tiro sola
vencieron tus mejillas; ya no vences
la inútil amapola,
para que te avergüences
de tus engaños, y a llorar comiences.
La cándida azucena,
la tersa plata y el marfil bruñido,
la limpia y blanca arena,
al cuerpo que has tenido
comparadas, dejaron ofendido.
Mas ya todo lo pierdes
y allí tus esperanzas se perdieron;
porque, si de las hojas verdes
las plantas se vistieron,
los hombres nunca son lo que antes fueron.
Podrás hermosa Lidia,
que de tus gustos es remedio en parte,
de Circe y de Canidia
si quieres enseñarte,
cobrar la fama y aprender el arte.
Y ya que la hermosura
no tiene aquí poder, cuya violencia
volvió de piedra dura
tanta mortal existencia,
lo que hizo la hermosura hará la ciencia.
Que ya los que penamos
por los lazos, que ninguno crea,
con risa nos vengamos
de la sierpe Lernea
que Hércules mató, y el tiempo afea.
Horacio 65 a.c.